El bagre
Autor: Martínez, Enrique
El motor dijo basta y se plantó. Jorge no lo podía creer. Hacía quince días que había empeñado hasta el alma para comprar ese hermosísimo crucero, joya de plástico y acero, que resplandecía en la amarra del Club. No era cualquier barco, era el barco que había deseado toda su vida y que había envidiado secretamente por años. Después de muchas negociaciones, tire y afloje, avance y retroceso había cerrado el trato y el crucero fue suyo. “Némesis” se llamaba. Diosa de la venganza y la fortuna, señora de los amantes infelices y castigo de los hijos descarriados. Si hubiera sabido eso, Jorge le hubiera cambiado el nombre, cometiendo el peor de los pecados náuticos. Pero no lo sabía. Así que andaba, muy orondo por el Delta, a bordo de su precioso barco.
Nada conocía de mecánica, ya que era abogado, pero lo mismo abrió la cubierta del motor y se asomó a la maraña de hierros, caños y filtros, inmóviles, en burlón empecinamiento. Fue inútil.
Fondeó mecánicamente allí donde se había plantado el motor, un brazo del Vinculación, cerca del Paraná, llamó por el celular al auxilio y se dispuso a esperar. Abrió una gaseosa helada y se sentó a tomar sol en la cubierta.
El arroyo donde había fondeado era estrecho y sin viviendas en las márgenes, excepto una pequeña choza isleña, encaramada en palafitos o simples estacas de urunday, a la sombra de un sauce. Casi derruida una temblorosa escalera de palo llevaba hasta la puerta y al rústico muelle de troncos. Jorge sorbía su bebida, al sol, y pasaba la vista distraídamente por la costa, hasta que vio al isleño. Sentado en el muelle, con los pies en el agua, pescaba y lo miraba.
Jorge lo observó con curiosidad y el otro le devolvió la mirada con conmiseración. Con la mano, el abogado, hizo visera para protegerse del sol y enfocar bien al isleño. El pescador, tostado por miles de intemperies, con el pecho desnudo y en patas, fumaba. Parecía disponer de todo el tiempo del mundo por lo pausado de sus movimientos. Como si fuera una liturgia religiosa y, con precisión, arrojaba el sedal nuevamente al agua. Jorge, fascinado, había dejado de prestar atención al equipo de radio y de tomar sol para concentrarse en observar el idílico estado de paz interior y comunión con la naturaleza que emanaba del pescador. Siguió con la vista el arco que describió la cajita de fósforos arrojada por el isleño hasta que tocó el agua. Su mirada se demoró extasiada, en las ondas que produjo su impacto en la superficie.
Nada se oía, ni otros cruceros ni pájaros, sólo un lejanísimo, “Kilómetro 11”, por Cocomarola.
El pescador lo junaba, podría decirse que con pena o lástima, Jorge le devolvió la mirada con curiosidad y la empatía que se produjo fue tan intensa que se sorprendió por un instante.
La corriente balanceaba al imponente crucero, firmemente sujeto por el fondeo de proa. Restos de un camalote descendian lentamente llevados por el arroyo. De pronto, un tumulto en la superficie, lo sacó de su ensoñación. El isleño tiró del sedal, y con una sonrisa de oreja a oreja, levantó la guía en la que estaba enganchado un gran bagre roncador. Tendría más de treinta centímetros, el cuerpo triangular y la panza amarillenta. El pescador reía, dejando al descubierto una dentadura destruida, mientras recuperaba el anzuelo; en eso levantó los ojos y, mirando a Jorge, le mostró la presa orgullosamente. Su cena estaba resuelta.
Los pensamientos se atropellaban en la cabeza de Jorge al ver la sencilla alegría del isleño. Su simple vida y su evidente serenidad. Aparentemente se daba por satisfecho con lo que tenía.
Sumido en esas elucubraciones apreció, por vez primera, el paradisíaco entorno del Delta, hollado irrespetuosamente por navíos, motos de agua y cantidad de artefactos flotantes impulsados por ruidosos motores a explosión. ¿Era la inconciencia o el desconocimiento? No lo sabía. Pero alcanzó a comprender que él formaba parte de esa oleada invasiva. Dos o tres biguás pasaron volando hacia el Paraná, los miró danzar, con su vuelo torpe y su negro plumaje, como fugaces mensajeros anunciando la tarde. El isleño seguía allí, disfrutando del entorno, mientras lo seguía relojeando. Recordándole su condición. ¿Qué condición? ¿Tendría sentido su vida? El Estudio, las diferencias con su socio, el Club, las mujeres, el barco. Todo le parecía irreal y lejano. Lo único vivo y palpable era el río, las islas, el verde horizonte, el silencio…
Se confundía su mente, perdida en inútiles divagaciones. Inútiles.
La lancha de auxilio, pintada de colores estridentes, apareció por el Vinculación, a gran velocidad. El arroyo se estremeció. Jorge se levantó de un salto y se dispuso a recibir al mecánico.
Pero era otro. Cuando el motor quedara arreglado buscaría al isleño.