MI ABUELO Y LA CALDERA

Autor:  NICOLÁS JORGE ENRIQUE
VALOR: CUIDADO 
          
            La decisión estaba tomada. Desde que escuché que mi abuelo trabajaba en La Caldera, me preocupé. Había oído historias de  estallidos, de quemados y de muertos, así que decidí ver de cerca a esa especie de dragón y saber cómo lo dominaba.
Durante un almuerzo, frente a un plato de borsch humeante y aprovechando que el vapor de la sopa ocultaba mi cara me atreví a preguntar sin permiso:
- ¿Baba, es verdad que el Babo maneja la caldera? – y de inmediato sentí calor en el rostro y supongo que se puso del mismo color rojo que la sopa. Con la cabeza casi metida en el plato esperé, hasta que la dulce voz de mi abuela dijo:
- Sí chiquín. ¿Por qué?
- ¡Oiga, usted! – tronó la voz del viejo, mientras yo trataba de disolverme y desaparecer dentro de la crema de remolachas.
- ¿Qué le enseñan en esa escoila? ¿No sabe que no poide meterse en la charla de los mayores? ¡Levante la cabeza!
Yo iba a decirle que nadie estaba hablando, pero sus ojos grises me dejaron petrificado y señalándome con la cuchara me intimó.
- ¡Ultima vez que habla sin permiso, las cosas de trabajo no son para chicos!
Mi abuela no dijo nada y la conversación terminó allí, pero confirmó mis sospechas sobre lo peligroso de su trabajo. La historia  de que una vez la caldera voló por los aires, y fue a caer cerca del cine, era cierta, así como que el ruido que hacía estando al lado te dejaba sordo y el calor que salía de adentro hacia las entrañas de la refinería podía derretir al instante a una persona.
Pero lo mejor de todo, lo más increíble, era que mi abuelo la manejaba. Controlaba a su antojo ese monstruo metálico (bueno, suponía que era metálico porque nunca había visto ninguna), sin importarle el ruido, ni el calor, ni el peligro. ¡Debía verlos juntos como fuera!
Así que desde ese día, disimuladamente, me puse a observar su rutina diaria.
Llegaba siempre al mediodía para almorzar, así que un rato antes, comencé a merodear cerca de la puerta trasera, espiando desde donde venía. Poco a poco fui ampliando el radio de acción, hasta que después de mucho tiempo de observación descubrí el enorme galpón donde trabajaba. Las altísimas paredes de chapa, no permitían ver nada desde afuera, por lo que la única solución era entrar, ignorando el cartel pintado con letras rojas, que decía: ¡Peligro! Prohibido el acceso a toda persona no autorizada.
Decidí que tenía que seguirlo a la madrugada, porque después habría gente trabajando frente al lugar. El problema era cómo despertarme a la hora en que se iba.
Le pregunté a mi abuela, que me respondía cualquier tema siempre que el Babo no estuviera presente, cómo hacía el abuelo para despertarse tan temprano y me contestó que lo despertaba el canto del gallo de las cuatro de la mañana.
¡Las cuatro de la mañana! No me acordaba de haberme levantado nunca a esa hora, ni siquiera cuando nació mi hermana Ana María en lo de la partera. No me quedó mas remedio que acostarme rápido y tratar de levantarme a esa hora desacostumbrada.
Poco a poco fui logrando escuchar el canto del gallo y, aunque me dormía enseguida, conseguí con gran esfuerzo despertarme. El primer día casi me muero del susto. ¡El abuelo me miraba desde la puerta del dormitorio, vestido con sus calzoncillos largos! ¡Parecía un fantasma! Me quedé petrificado tratando de que no se notara que estaba despierto. Se acercó a la cama y levantó un poco la frazada, con una suavidad que no le conocía, para que me cubriera hasta el cuello.
Descubrí que hacía lo mismo todos los días al levantarse y después se iba para el baño. Esperé un poquito hasta que escuché el sonido del agua y me incorporé sigilosamente. ¡Otro susto! La abuela iba a la cocina a prepararle la leche. Luego se acostaba antes de que él terminara de afeitarse.
Después de minuciosos cálculos y mediante el gran reloj de la mesa de luz (que nunca sonaba pues él se despertaba unos minutos antes), deduje que se levantaba a las cuatro y se iba a las cinco menos cuarto. Tenía cuarenta y cinco minutos para preparar todo.
La noche anterior al día señalado dejé todo listo. Metí la campera, la bufanda y el pasamontañas debajo de la cama. Dejé la puerta del comedor sin llave, después de que el abuelo la cerrara como todos los días antes de acostarse y me dormí.
Cuando cantó el gallo, abrí los ojos sin moverme. Lo oí entrar al baño luego de haber pasado junto a mi cama, escuché a la abuela y me vestí rápidamente. Puse las almohadas bajo las sábanas para hacer bulto, como había visto una vez en una película, y salí por el comedor. Me dio un poco de miedo pues era de noche aún. Corrí y me escondí dentro de los enormes caños de chapa, en el depósito de chatarra frente al portón. ¡Nunca me imaginé que pudiera hacer tanto frío! Tirité un buen rato, mientras lentamente amanecía y el cielo se iba poniendo anaranjado oscuro como un níspero.
Cuando lo vi, el frío se me pasó de golpe. Era imponente el viejo. Con su mameluco azul y su gorra gris inconfundible. Caminaba erguido y rápido. Como el que está contento y orgulloso de su trabajo. Miró hacia los costados antes de abrir el enorme candado, como si supiera que lo estaban espiando.
Salí del escondrijo, corrí hacia el portón y cuando quise abrirlo, el mundo se me vino abajo: estaba cerrado desde adentro. Rumiando bronca comencé a caminar alrededor, hasta que vi una ventanita con un vidrio roto, pero que estaba bastante alta. Calculé que si daba un buen salto, me colgaría del caño que pasaba horizontalmente justo por debajo y trepándome podía espiar sin ser visto.
Estaba dudando cuando algo me decidió. Escuché como el resoplido de un caballo, pero muchísimo más fuerte y luego una especie de gemido metálico y un chorro de vapor salió por la chimenea. ¡Mi abuelo estaba despertando al monstruo!
Tomé carrera, di un salto y me colgué del caño para treparme. Me aferré con las dos manos y la primera sensación fue de frío, pero de inmediato la horrible certeza de que mis dedos se derretían por la acción del hirviente calor que pasaba a través de la cañería, hizo que me soltara cayendo al piso, mientras un aullido animal me salía de la boca.
Corrí hacia la casa llorando, mientras las ardientes palmas, como si alguien soplara desde el interior de mi cuerpo, se inflaban en ampollas lechosas.
Recuerdo estar en la enorme cama de bronce con los brazos abiertos y a mi abuela corriendo de una mano a la otra, aplicando clara de huevo en cada una y soplando con su boca para tratar de aliviar el ardor insoportable.
También a mi abuelo, observando compungido y discutiendo en ucraniano con ella.
Después de muchos días de dolor y llanto, las ampollas se achicaron hasta desaparecer. La Baba me revisó bien las manos y al no ver ninguna marca sonrió satisfecha. Parado frente a la cama mi abuelo me miraba serio.  Supuse que la reprimenda iba a ser terrible. Pero me dijo: - ¡Vístase y venga!
Salimos juntos por la puerta de adelante, que casi nunca usaba, me tomó de la mano, bajo la mirada sorprendida de algunos vecinos y me llevó hasta la caldera. Por primera vez noté cuan grande era la mano de mi abuelo y la suavidad con que tomaba la mía.
 El encargado de la tarde abrió sin decir una palabra y vi el enorme aparato metálico, que resoplaba sin parar y emitía un ruido ensordecedor. Era como una locomotora sin ruedas y la puerta abierta del quemador mostraba las furiosas llamas, causantes de mis quemaduras, como burlándose.
La ventanita había sido reparada.
A los pocos días pidió el pase a otra sección. Nunca más hablé con él de ese tema.
Durante todo el trayecto en que ayudé a cargar el féretro que contenía el cuerpo de mi abuelo, sentí en la mano la misma sensación ardiente que cuando me colgué del caño. Al soltarlo, noté en la palma una gran ampolla lechosa, que sólo se fue con clara de huevo y los soplidos de mi abuela